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«Un mundo desde la baranda» la sentida carta que escribió un egresado del Parroquial de Morón

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Quizás al lector le ocurre lo que a mí, y es que luego de que Miguel Cané publicara «Juvenilia» (1884), se nos imposibilita escribir sobre las andanzas de un grupo de estudiantes en el colegio. Quizás eso se acentuó cuando en los años 80´s aparecieron libros como «El Visitante» de la recordada Alma Maritano. Es que simplemente uno no puede escribir sobre el colegio, porque ya está todo escrito. Y tan bien.

Pero el otro día apareció en el grupo de facebook de egresados del colegio Parroquial de Morón: «Nuestra Señora del Buen Viaje» una carta escrita en 1998 por el ex alumno Ricardo Alfredo Albornoz (promoción 1976). Tan sentida y sobre todo, tan bien resuelta, que me atreví a pedir reproducirla. Y que sea una invitación a que otros se animen a escribir sobre la historia del Colegio o la historia de Morón.

La correspondencia fue escrita en 1998, en ocasión de una reunión de ex alumnos. Albornoz recuerda al colegio, a sus amigos, a su época de estudiante. Se trae a la memoria además a Virginia Catalita Gamba -Catita-, quien, junto a Monseñor Juan A. Presas, fundó la institución el 20 de abril de 1953.

Las fotos que ilustran nos llegaron gracias al ex alumno del colegio y ex compañero del autor, Oscar Raúl Paci, a quien le agradecemos infinitamente.

José Carmuega

El patio del Parroquial de Morón. Año 1973

Un mundo desde la baranda

… “Hoy, mi mente me invita a regresar, a embarcarme en un viaje al pasado, a aquellos años distantes de mi juventud, compartidos con tantos en mi colegio secundario. Cada mañana, los alumnos entrábamos por el gran portón de madera, apurados para no llegar tarde a la formación. Una vez alineados en el patio, la rectora ‘Catita’ nos saludaba con su infaltable ‘buenos días’, acompañado siempre de un mensaje reflexivo.

Después de la formación, debíamos despejar el patio. Nos correspondía subir por la imponente escalera de hierro hacia el primer piso, mientras las mujeres permanecían en la planta baja. Recorríamos los largos pasillos hasta llegar a las aulas, entrando en grupos desordenados. Nosotros, los más jóvenes, observábamos con asombro a los estudiantes de los últimos años. Ellos gozaban de libertades que aún no teníamos, y anhelábamos alcanzar esa etapa, deseando ser como ellos. Pero nuestro camino en la secundaria apenas comenzaba.

Fuimos alumnos que aprendimos mirando el gran pizarrón negro, luego transformado en verde. Los profesores pasaban un tiempo escribiendo en él, así daban sus clases, nosotros tratando de ser el elegido para borrar todo lo escrito, con ese borrador de fieltro en la mano, terminaba siempre el saco azul pintado de blanco. Aprendimos con el trabajo diario e incansable de esa tiza vestida de blanco, que danzaba sobre el gran pizarrón color árbol. Sentados en los pupitres de madera, su tabla esperaba ansiosa que abramos y apoyemos la carpeta, los libros y la lapicera. Seguro que una huella personal ahí quedaba registrada, esa marca no era de dolor, sino un testimonio de alegría que cada año él era ocupado.

Llegaba otro año, el paso de otro alumno, era saber que otro joven argentino iba a ser educado. En aquel primer año, apoyados en la baranda del primer piso, mirando junto a otros, la marea blanca de los alumnos de primaria, un oleaje incansable de guardapolvos blancos que parecían flotar en el gran patio. En un costado el mástil y nuestra bandera patria, las maestras tratando de detener el aluvión blanco. Solo llegaba la paz para los oídos con el sonar del timbre, el final del recreo, eran momentos de volver al aula. Habremos añorado desde la baranda cuán lejos ya estaban esos momentos de guardapolvos blancos para nosotros, un tiempo que jamás volverá. Con ese timbre se disipaban los pensamientos en la baranda, enseguida se escuchaba la palabra de algún celador, que con voz elevada nos indicaba el regreso al salón.

La baranda del primer piso nos ofrecía una perspectiva única. Éramos como observadores silenciosos que veíamos pasar las generaciones de alumnos, cada uno sumergido en su propio mundo de juegos y amistades.

La baranda del primer piso nos ofrecía una perspectiva única. Éramos como observadores silenciosos que veíamos pasar las generaciones de alumnos, cada uno sumergido en su propio mundo de juegos y amistades. En el patio de juegos los momentos de alegría y libertad se vivían a pleno en esos breves intervalos, dejando recuerdos perdurables. Es asombroso cómo ciertos sonidos o vistas pueden quedarse en nosotros y evocar recuerdos vívidos años más tarde. Permanecer allí, reflexionar y mirar desde la baranda a menudo revelaba temores ocultos. El miedo al ridículo frente a otros alumnos, el temor de ser marginado intelectualmente o la posibilidad de enfrentar maltrato físico o verbal por parte de los estudiantes mayores.

También estaba la vergüenza potencial ante las compañeras y las preguntas que resonaban en mi mente: “¿Podré culminar la carrera? ¿Seré yo quien abandone el colegio?” Tal vez el patio de recreos era esquivo para muchos y solo se bajaba si no había alternativa. Y la baranda se transformó en un lugar común para algunos. Desde la baranda, en nuestro segundo año, observábamos a quienes serían nuestras compañeras en el viaje de egresados. Era como vislumbrar el futuro, anticipando las experiencias que aún estaban por llegar. La distancia con ellas era solo física, y con el tiempo, esa barrera se fue desvaneciendo. Años después, uno comprende la importancia del colegio no solo como centro de aprendizaje, sino también como el escenario de nuestra vida social, repleto de potencial para futuras amistades y aventuras. Con el paso de los años, la baranda del primer piso dejó de ser nuestro refugio predilecto durante los recreos. A medida que ascendíamos en el colegio, aquel lugar pasó al olvido. Ya no era el espacio para la introspección y las dudas.

Al ganar confianza con nuestros compañeros, formamos lazos amistosos que nos dieron el valor para enfrentar los miedos. Las escaleras se convirtieron en nuestras aliadas en cada recreo, y en el patio se forjaban las relaciones entre varones y mujeres. La baranda, una vez nuestro lugar favorito, quedó relegada al pasado y nunca más fue considerada. Ahora desde el patio podía ver con claridad mi propio periplo. Hoy, observo a los alumnos más chicos apoyados en la baranda del primer piso, quizás enfrentando temores que con el tiempo aprenderán a superar.

Hoy puedo ver la evolución y la transformación de aquel niño de 13 años y su lejana mirada desde aquella baranda.

Hoy puedo ver la evolución y la transformación de aquel niño de 13 años y su lejana mirada desde aquella baranda. Al cursar los últimos años del colegio llegaba otra etapa, la de socializar con ellas, se reconocía al gran patio de recreos como un lugar propio, el lugar de las aventuras, de charlas, de intrigas, el lugar de los amoríos juveniles y así nuestro mundo se había transformado. Todo este torbellino interior, es producto de caminar por sus pasillos nuevamente, después de muchos años, casi veintidós, allí estaba nuestro gran colegio, era el aroma de sus pasillos el mismo, más grande parecía, más viejo seguro, pero a la vez lo veía más pequeño que entonces. Hoy me he reencontrado con mi tribu. Con muchos hemos estado apoyados en la misma baranda; con otros hemos caminado kilómetros por su mágico patio de juegos. Todos ellos en mis recuerdos están presentes, juegos, peleas y aventuras juveniles.

Eran también tiempos de esfuerzos compartidos y diversión en el camino hacia un objetivo común, recibirte y participar de ese viaje de egresados. Todas esas experiencias, las risas entre amigos, son tesoros de mi memoria que a menudo recuerdo con cariño. No tengo dudas, que la amistad que se forja en el aula, en los pasillos y en el patio de recreos del colegio secundario a menudo se convierte en un vínculo duradero, lleno de recuerdos compartidos y experiencias que nos define quiénes somos. Soy parte de la generación que aprendió con esa tiza vestida de blanco y el pizarrón color árbol. Gracias a mis profesores, a mi Colegio, a mis compañeros del ayer convertidos hoy en mis amigos. Esta visita a mi viejo Colegio Parroquial me trajo muchos recuerdos.

Ante ello, quería dejar escrito aquella singular mirada desde la baranda de aquel primer piso. Allí en el mismo patio estuve hace pocos días, me corre un cosquilleo interior producto de recordar algunos pasajes de mis lejanos días. En mi caminata y al cruzar el patio para asistir al encuentro con mi tribu, abruptamente algo detuvo mi marcha, serán los recuerdos de los días pasados, no lo sé, pero desde ese lugar levanté mi vista buscando la baranda del primer piso, continuaba ahí, firme como testigo silencioso del paso de los años, como en muchas otras oportunidades ahí pude verme, junto a otros, como una foto viva ante mí, me invadió la sublime felicidad de tener estos recuerdos que siguen vivos de aquel pasado lejano, allá en la baranda de ese primer piso cuando era todavía un pequeño alumno del primer ciclo”

Viernes 20 de noviembre de 1998
Ricardo Alfredo Albornoz (Promoción 1976)

El último día del colegio (1976)

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